Cuento escrito por Antenor Samaniego Samaniego
Antenor Samaniego Samaniego
Abel Martín es el hombre extraño que se detiene sobre los puentes
altos y solitarios, no para mirar los ríos sino el cielo que se ve dentro de
ellos. Suele por lo común buscar las aguas estancadas. Y tanto mejor. Le
producen deseos de caer infinitamente. Siente como si le crecieran alas. El
vacío parece que empezara a extenderse de las puntas de sus pies. Encima de un
mundo brumoso, ancho e inabarcable, sábese señor mirando las cosas al revés:
las estrellas abajo, las nubes, los árboles, las casas, el viento…
Tanto amor a la soledad, sólo una pura soledad no infamada por el
silencio de los cadáveres abandonados en las orillas, le impele a quedarse
sentado en las tardes sin gentes y sin ruidos. A veces coge una brizna
cualquiera o la piedra más pequeñita y la arroja en la encantada superficie.
Entonces goza con extraña ternura al quebrarse el cristal del agua y ver
estremecerse la abismática profundidad que ha momentos contemplara con ojos de
adolescente.
Escaso de palabras no sustenta diálogos ni monologa. Deja atrás las
ciudades. Peregrino de extramuros frecuentemente quédase dormido al borde de
las aguas, sobre la húmeda arena o la grama, en cuyo caso, desde los hojosos
matorrales grillos, ranas y cigarras percátanse de que se trata del mismo
hombre, constatado lo cual, inician una salvaje orquestación ritual, mágica,
como para evitar la influencia humana de su espíritu en pena que asedia oculto
entre las grietas de su boca y sus poros helados por el viento.
Al tratar de Abel Martín ningún recuerdo nos viene a la memoria, es
decir, es un hombre que se parece a todos. Para hablar de él no tenemos el
recuerdo de nadie. Viste como todos, vive como todos, se sustenta y bebe como
todos, sus facciones son humanas y hasta se diría hermosas. Pasea, saluda a sus
amigos; sube a los tranvías; entra en los templos; recorre las grandes
avenidas; frecuenta teatros y cabarets, y sin embargo no recuerda a nadie, o
por mejor decir, no nos trae el recuerdo de nadie. Por lo común permanece
silencioso largas horas, sea en reuniones amicales, sea en políticas disputas.
Sus amigos han reparado en ello y nadie se ha atrevido a hacerle observaciones
por temor a su rara sonrisa cortante, diabólica y profunda.
Una mujer, también extraña, fue descubriendo todo esto. Sin quererlo
fue interesándose por él, hombre de aspecto sibilino, alto, enjuto y pálido.
Algunas veces cruzó por sus sueños como una ráfaga violenta caída de los
astros. Otras, se detuvo como una sombra, taciturno y hermético, con los ojos
ardientes, la frente inquisitiva y los labios apretados en una curva soberbia y
acre. Mujer al fin empezó a tenderle sus redes de seducción.
Abel Martín reparó en ella. En realidad jamás había visto semejante
hermosura., Por eso, al verla, de inmediato recordó las dulces cabezas
legendarias que adornaban las urnas de los antiguos templos. Era un bello
continente: la cabellera armoniosa, sin diademas, en forma de halo sobre un
rostro grave, claustral, lleno de la augustez de los lirios y las diosas.
-Oh, pero si es verdaderamente divina.
Su mirada pareció sujetarse definitivamente en aquella inefable
criatura, de esa plenitud de encanto que era toda ella. Ni gruesa ni delgada,
alta más bien, la cabeza erguida y dominante como una flor exótica sobre un
busto suavemente sinuoso, era la perfección alucinante. El perfil propio de los
ángeles estatuarios y la boca voluptuosa acarminada de tenue púrpura como un
clásico dibujo del arte rafaelista. Los ojos exornados por una dulce vegetación
de pestañas y unos arcos de cejas brillantes y hermosos, señoreaban sobre el
reino de los hombres con poderes infinitos, ocultos en la madeja esmeraltada de
las retinas que Dios tardó mucho siglos en concluir. La luz en ellos era una
llama dulcísima de poesía. Rostro votivo, cabeza nazarena, cuerpo samaritanos,
en fin, cuanto pueda desearse en una mujer en el vértigo de la más ardorosa
imaginación.
Algna vez entablaron amistad, no sabemos si en un parque antiguo y
solitario o en los marmóreos balaustres de un malecón marino; pero empezaron
sencillamente, tras de mirar mundos imposibles trabajados en la fantasía.
-¿Es usted poeta?
- No.
- ¿Músico?
- No.
- ¿Pintor?
- No.
-¿Entonces?
- Nada. Con tales vivencias o sin ellas siento el mundo a mi manera.
Amo la vida y la muerte, la verdad y el absurdo, la razón y la locura…
Desde entonces tuvo alguien con quien hablar. Y habló. Todo aquel
enigmático silencio que envolvía su boca petrificada fue desbordándose en el
alma de ella como un río que surge del mar, inagotablemente.
Eleonora, que así se llamaba, tuvo ante sus ojos la visión de un mundo
paradisíaco que con extraña vertiginosidad aparecía y desaparecía entre brumas
siderales. Un universo lactescente de seres núbiles que ascendían en volutas de
color índigo; las casas sucedían a las casas y de donde antes imperaban los lagos
enjoyados de ánades y barcarolas brotaban abismos fatigados entre anillos de
silencio, en tanto que las cúpulas caían abatidas por la invasión de las llamas
crepusculares y el musgo azul de la noche.
Abel Martín amó esae prodigio de mujer. Por aquel cuerpo entre
seráfico y demoníaco, creyó por primera vez en existencias sobrenaturales.
Admitió las excelencias y los atributos de la divinidad. Gérmenes de infinito
fueron abrasando sus largas meditaciones. Una pasión violenta fue abriéndose
cauce como un incendio en las profundidades de su alma.
-Amar…amar…amar…- fue su único grito.
Eleonora, la mujer dueña de una perenne y sagrada pubescencia, de un
juvenil desvanecimiento de llama apoteósica entre rosas y cálices de vino,
desgarraba las raíces de su vida y lo atormentaba hasta el frenesí. Abel Martín
estaba sitiado por el esplendor y el hechizo de aquella belleza que aparecía
ante él envuelta en costosísimos encajes y relumbrantes metales. Su perfume de
vegetal eterno lo embriagaba hasta enervarle los sentidos. Su tacto delicado de
plumón y seda; su sabor irresistible de
licor violento; sus movimientos de ala y ola; su voz de sonidos melancólicos y
plástica de aceite, cera y miel, todo, todo cuanto pueda dotar la magia natural
de Dios en el ser humano, penetraba profundamente en su espíritu hasta
reducirlo a la imposibilidad. Cada mañana despertaba ebrio de sueños
sicalípticos y descorría los cortinajes de su ventana para aspirar el vaho
saludable de los encinos y los prados llenos de bellotas y legumbres. Pero ella
entraba en imagen y lumbre con la abundosa cabellera suelta como una ráfaga. Su
cuerpo oloroso se deslizaba por su olfato persistente y lúbrico.
Estaba dominado y doblegado. Ella todo lo poblaba con la liturgia de
sus encantos. Vivía a través de ella y su existencia mórbida y angustiada no
era sino una herida por la que respiraba los cálidos efluvios del infierno y el
paraíso.
-Estoy hecho de belfos- decía. Todas las murallas oscuras de su alma
se multiplicaban de bellos rojos y apetescentes. Hasta el aire por donde
atravesaba ella era dulce, eucarístico y oracional, La tierra que pisaba se
consideraba sagrada y beatifica el agua en que se bañaba. ¡Oh, Eleonora!
Una de tantas noches de sufrimiento y pesadilla fue en busca de la
mujer amada. La mansión señorial y suntuosa estaba densa de un olor de rosas.
El silencio se filtraba a través de compartimientos y murallas. Graves rostros
aristocráticos denotaban inquietudes desgarradoras. Entre columnas y graderías
de finos mármoles, riquísimas alfombras y fastuosos menajes y pórticos y lagos
y jardines reinaba la tristeza como una extraña sacerdotisa entre candiles
mortuorios, fúnebres coronas y ángeles votivos. Eleonora estaba muerta, yacía
inmóvil entre blancos encajes, fría, muda y fija como una suprema realización
ideal; vacía de todo sentido, en la más pura esencialidad de su augusta
belleza…Abel Martín no creyó que estaba muerta.
Alguien que permanecía a su lado, dijo:
-Yo asistí a su agonía. Era el más tremendo dolor que se ensañaba
entre tanta belleza.
-Nunca la muerte fue más cruel. Jamás utilizó recursos tan extremados
– añadió otro.
-Ved la rosa de sus mejillas. Está intacta.
-Nada pudo la muerte contra tanto esplendor.
-Ved sus ojos-. No hay en ellos la sombra terrorífica del vacío.
-Pero… ¿acaso está muerta?... ¿Cómo creéis que está muerta?
-Sí, muerta.
-Imposible.
-Muerta…¡Muerta!...¡Muerta!
Todos aquellos hombres repetía: ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!
Indudablemente eque estaban locos. Las mujeres silenciosas y hieráticas, todas
vestidas de blanco, adosadas como cariátides en las columnas y los muros,
lloraban con dulzura. Una música al aparecer celeste fluía de la atmósfera
gris.
Abel Martín pudo convencerse muy a su pesar. El fenómeno era
extraordinario. Eleonora, aún así, desprovista de su espíritu, vivía, moraba y
florecía vital y divina. ¿Qué prodigio era aquello? La muerte había logrado
arrebatar su alma, pero su cuerpo no. Este quedaba intacto como un ánfora y aún
tenía invisibles luces esparcidas en toda su contextura. La muerte había huido
de él vencida y miserable sin ajar ningún pétalo suyo. Su guadaña de sombra no
segó en lo mínimo su jardín de púrpura y nieve inmaculada. Permanecía vencedor
y solemne aquel cuerpo concebido en el más alto rango de la belleza. Rutilaba
pese a su rigidez cierta y desoladora, como un lábaro de luz en el ardor
tremante de la noche. Ahí reposaba invicto y glorioso después de la tremenda
batalla. Y todos admiraban en silencio la singular maravilla.
-No parecía muerta.
-No parecía muerta.
-No parecía muerta.
Comentaban los unos y los otros poco tiempo después.
Los familiares de Eleonora hicieron que los mejores artífices y
escultores obtuvieran mascarillas y bocetos del rostro y del cuerpo de la
difunta. Así se hizo. Pronto la orgullosa mansión se cubrió de estaturas,
lienzos y mascarillas. Y de esta manera la virtual Eleonora empezó su reinado
en el recuerdo de todos como una diosa tutelar.
En el ánimo de Abel Martín el amor en lugar de sucumbir como era
lógico, fue multiplicándose misteriosamente. La soledad agravó su crisis.
Eleonora subsistía pese a toda contingencia. Eb los días ulteriores al sepelio
buscó morir, pero inútilmente. Un dios ignoto irrumpió en su espíritu. Fatal y
demoníaco lo impulsó por todas las vías. Abel Martín hizo poesía. Cuartilla
tras cuartilla pretendía aprisionar la imagen viva de Eleonora. Fatigado en
esta proeza quemó los originales, pero algunos poemas salvados al estrago
anduvieron en corrillos y publicaciones ganando numerosos adeptos. Le pareció
ridículo. No escribió más. Prefirió el pincel. Pintó las más caprichosas telas.
Extrajo a los colores sus enigmas más recónditos. Sutilizó la línea. Evaneció
la forma. Tangibilizó la espiritualidad. Iluminó el misterio, y nada. Pronto lo
llamaron el “gran revolucionario”. También esto le pareció ridículo. No volvió
a pintar más, Nada podía el arte. Estaba convencido de que el arte era rígido y
monótono. Sólo Eleonora sobrevivía a la diaria catástrofe. Su belleza apolínea
y pudibunda surgía domeñando la vastedad del naufragio universal. Nada se
aproximaba a ella. Comprendió que el hombre no era Dios y que únicamente era
presa de la muerte. Sin embargo persistió en su heroica tentativa. La música.
Tal vez la música. Espíritu ilustre y genio fecundo apasionóse por el piano.
Largas noches estuvo encerrado a solas con el noble animal sonoro en los
recintos de la meditación. Numerosas páginas pudo concebir su cerebro
atormentado.
¡Eleonora!
¡Eleonora!
¡Eleonora!
El recuerdo de la mujer amada invadía todo como un diluvio, y sin
embargo, la música viajaba por distintos caminos. La música sola. Basílica de
sonidos y melodías, de extraños arabescos y caprichos, y pese a todo ello,
Eleonora no estaba en las entrañas de su música, que los altos críticos habían
calificado de genial e insuperable.
Abel Martín envejecía. Su rostro se concentraba en sus ojos y sus
labios. Como si una mano poderosa e irresistible crispase los músculos, éstos
se anudaban terriblemente en el entrecejo y en el mentón agresivo y fulminante.
Un viento de llamas atravesaba sus ojos y su mente. La cabellera férvida y
tumultuosa se apiñaba como un bosque sobre su frente mayúscula y soberbia. La barba
castaña y rizosa exornaba su rostro grave, sacerdotal, satánico. Los hombres lo
suponían loco, pero más parecía un dios. Y en realidad estaba loco. Los años
habían minado su fortaleza. Sus nervios encendidos lo habían tornado
excesivamente sensible, tanto es así que su poder sensitivo se proyectaba más
allá de él mismo, hasta los propios objetos circundantes. Una sola idea lo
tranquilizaba. Volvería a ver a Eleonora. Si la muerte no pudo destruirla en
los instantes supremos de la agonía, no más habría podido disolver y corromper
su adorable coyuntura de músculos, de línea, de ángulos, de formas y colores.
Pero pronto se evaporo la obsesionante idea. Pareció entrar en razón,
y sin embargo, continuaba siendo el mismo, distinto a todos. Prefirió el silencio
y la soledad. Una modorra lancinante anuló en él toda iniciativa. Laxo y
sombrío fingía contemplar en torno suyo la vorágine de las tinieblas. No
necesitaba saber si existía. Se dejaba morir tras de haber clausurado sus
inquietudes y sus sueños. Ya nadie fue a su casa. Huraño y de acentuado aspecto
de asceta moraba desconectado del mundo y sus innumerables acontecimientos. Su
mansión se tomaba por encantada y maldita. ¿Qué hacía allí, aquel ermitaño o
profeta, entre estatuas, árboles, fuentes y estantes empolvados y agonizantes
riquezas de oro antiguo, roídos ahora por los tenaces dientes de la muerte,
manifiesta en jarales, musgos, polilla, óxido y orín? El alba, el crepúsculo y
la noche caían inadvertidamente en ese cuerpo opaco que había ya perdido el vigor
y la antena sutil de la sensibilidad. Moría aquel hombre., Moría
irremediablemente.
De súbito una noche volvieron a visitarle las ideas. Esta vez como un
fúnebre cortejo. Una danza infernal de diguras armoniosas y grotescas fue
desenvolviéndfose ante su mirada. Eleonora resurgió de nuevo a los ojos de Abel
Martín. Fuegos profundos asediaron por todas las paredes de su alma. Abel
Martín estaba convenido de algo sobrenatural que no habían comprendido los
hombres. No estaban en las cimas del delirio, pero tal vez en los altares de
una sabiduría divina. ¿Se engañaba? No. Los que se engañaban era los otros. El
les diría la verdad.
-Hoy descubriré algo misterioso y tremendo,. La verdad, la única
verdad que se quedó viva entre los hombros. El asombro de los asombros.
Y fue madurando el plan.
-Ellos dirán que es necio y ridículo, pero ¿quiénes son ellos? Bah, la
misma horda de siempre que jamás pusieron el rostro ante el enigma.
Abel Martín trabajaba exaltado. Desplegaba una inagotable actividad de
joven. Sus energías se mantenían verdaderamente sorprendentes. Ni las continuas
noches de desvelo lograban esta vez imprimir las huellas del cansancio en su
semblante. Su boca resplandecía como una flor. Su mente trabajaba lúcida y
veloz bajo las alas mágicas del vino.
Por fin lo tuvo listo todo. Aquella noche alzó los ojos desafiando la
inmensidad de la noche insondable,. Partió sin ser visto de nadie. Atravesaba
las grandes avenidas azotado por el helado viento del invierno. Pronto llegó a
donde deseaba. Cruzó cautelosamente los viejos portones del cementerio.
Encaminó sus pasos hacia el mausoleo de Eleonora. El silencio era absoluto y la
noche profunda como antes de la creación.
Una vez en el interior, tras de haber cerrado la portezuela, encendió
la lámpara. Retiró la lápida no sin costosos esfuerzos. Trataba de dominarse
pero las entrañas parecían subírsela hasta la garganta. Sudaba. El corazón le
latía violentamente golpeándole el pecho como una piedra. Extrajo el ataúd.
Forzó la cerradura y vio la maravilla de las maravillas.
-Tanto tiempo y nada.
Alzó la lámpara para distinguirla mejor. La llama blanquecina, casi
azulada iluminó el cadáver de Eleonora, y ésta era la misma de años ha. El
aroma característico de los ungüentos que usaba en vida se desprendió en inefables
ondas. Nada había podido la muerte contra Eleonora. Su belleza permanecía
virginal y sublima. La tersura del rostro se conservaba más puro aun que los
pétalos sagrados. Los ojos grandes y dulces como en éxtasis. La cabellera, las
pestañas, las cejas, los dientes y los encajes, todo lo mismo. Y Abel Martín no
convencido todavía tactó la purísima carne de Eleonora. Y era cierto. ¿Por qué
todo aquello? ¿Por qué la prevalencia de la materia sobre el espíritu? ¿Acaso
con la defunción de Eleonora la muerte había probado la mortalidad del alma? El
cuerpo yacente simulaba estar vivo. ¿Quién mantenía la vitalidad de esa
carnatura, prodigio de beldad, verdaderamente admirable? Abel Martín, hasta
entonces había creído que la llama que animaba la carne era el espíritu. Más
ajora, ausente o exento de él, el cuerpo de Eleonora conservaba su exacta
perfección, su belleza absoluta.
Abel Martín estaba convencido. La belleza había por primera vez
derrotado a la muerte. ¿Por qué? ¿Cómo? Y Abel Martín no sabía qué responderse.
Miraba absorto la ingente maravilla depositada en sus manos. Sólo miraba.
FIN
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