Son grandes los recuerdos que atesoro de papi
Benjamín. Un ser entrañable, amoroso, muy tierno, a pesar de la cara que hacía de molesto,
buen hombre, digno de la pluma de Gabriel García Márquez. De
pequeña lo pensé y hoy creo lo mismo. El debió estar ahí, junto a José
Arcadio Buendía, Aureliano, Remedios, Úrsula... Su personalidad fuerte, llena
de singulares matices, bien podía combinar con estos personajes.
Mi madre, quien nos motivó a leer y jugar ajedrez
desde que tengo uso de razón, puso en mis manos, como solía hacerlo, un
buen libro para hacer menos largas las horas en el bus. Iba acompañada de una
de mis tías, tal vez Betty o Elfy, no recuerdo bien.
Desde que salimos de Huancayo, mientras el ómnibus
de la empresa Hidalgo se deslizaba por la carretera conocida como Lomo Largo,
comencé a devorar esta novela. No paré de leer, ni siquiera cuando las sombras
de la noche aparecieron, hasta llegar a la mitad. “Lili, te vas a malograr
la vista, me dijo mi tía. Deja el resto para cuando regresemos”. Así
lo hice, ya no más García Márquez, ni siquiera en la semana de vacaciones. En
lugar de eso, tendría a mi abuelo, que me sorprendía con sus historias, con
esos gestos de ternura que hasta hoy me emocionan.
Cómo olvidar que era él quien me salvaba y se comía
el hígado servido en mi plato al menor descuido de mi abuela. Por eso,
cuando enfermaba no me importaba pararme de cabeza para hacerlo sonreír. El
tocaba el timbre de su dormitorio y yo era la primera en correr para
preguntarle qué deseaba. Tampoco me molestaba cuando colgaba mis muñecas o me
llamaba paliancito, haciendo alusión a mi manera de reír, muy
despacito, como nos habían enseñado las monjas de mi colegio, que quedaba en el
distrito de Palián, en Huancayo.
Papi Benjamín sabía que me gustaban los
cuentos, de vivos o fantasmas. Cada vez que podía le pedía
que me contara alguno y siempre me complacía. Fue él quien me habló por primera
vez de María Marimacha, a la que el muerto le gritaba, mientras subía
por las escaleras, que le devolviera su corazón. También
conocía de phistacos, de duendes, gnomos, ogros. El me inculcó a averiguar
sobre la vida de personajes sepultados en el cementerio de Tarma, el más
antiguo del Perú, más que el Presbítero Maestro de Lima. “Mira, éste
fue un héroe de la Guerra del Pacífico, acompañó en la resistencia a Andrés
Avelino Cáceres cuando estuvo por acá”, me decía mientras observábamos un
nicho que se caía a pedazos. “Así los peruanos agradecemos a los que
nos defendieron. Vamos a dejarle una flores”.
Volviendo a mi relato, recuerdo que era
domingo y habíamos salido en su camioneta roja, aquella a la cual le hizo
colocar un techo en la parte de atrás, un sillón y una puerta que instalaba
sólo en carnavales, para proporcionarnos un refugio y evitar que nos mojaran.
En esas temporadas hasta llevábamos en el carro un cilindro con cañito que él
mismo hizo para poder inflar los globos.
Como era habitual, el paseo nos llevó por los
alrededores de Tarma, camino a Acombamba. Llegamos hasta la huerta de una
señora a la que compraba duraznos. Era un lugar hermoso, lleno de flores,
eucaliptos, árboles de nísperos, guindas, pochouvas (sauco), con las que
mi abuela hacía mermelada. Cerca se escuchaba el sonido del río y los ladridos
de perros sorprendidos por nuestra llegada. Todos lo esperábamos en el
carro, mientras él bajaba, aplaudía fuerte y gritaba: “Deo gratias”. Entonces
yo pensaba que así se llamaba la dueña de la chacra, ya con los años comprendí
que, con ese saludo, daba gracias a Dios.
Esa tarde, mientras comía los blanquillos que el
mismo papi Benjamín limpiaba con cuidado, quitándoles la pelusita y luego
pelándolos con una cuchilla que cargaba, comenzó a contarme esta historia que
me sigue acompañando, repetida a sobrinos, primos y a mis hijos.
“Yo sería un poquito mayor que tú. Tal vez dos años
más. Es algo que le sucedió a una tía, pasó muy cerca a donde estamos”, comenzó Papi Benja, mientras yo
lo observaba ansiosa, sin perderme ningún detalle. El sabía cómo interesarme,
en qué momento subir la voz, hablar susurrante o hacer un gesto brusco para
despertar mi atención. Era una cierta complicidad la nuestra, porque a Mami
Chabuca, mi abuela, no le hacían gracia sus narraciones de fantasmas.
“Vas a asustarla, Nelo, después no va a poder dormir”.
Fue tanta mi insistencia, que mi abuelo comenzó por
referirme lo siguiente: “Sucedió una noche, cuando la población se
preparaba para descansar. Yo no podía conciliar el sueño, pues mi tía,
con quien vivía, y era costurera, había olvidado una falda en su taller a
la cual debía subir la vasta y salió para traerla a casa”
- ¿No tenías miedo de quedarte solito?, le repliqué.
- No, porque el pueblo era tranquilo. Hay que
tenerle miedo a los vivos, no a los fantasmas. Igual como ocurre contigo, a mí
también me gustaron siempre las
historias de misterio.
Contó mi abuelo que pasaron como veinte minutos y
nada, no regresaba la tía, por lo que se dio vuelta en la cama, se abrigó bien
y se quedó dormido, mirando figuritas en la pared. Se despertó apenas cuando
sintió la llave en la puerta. “Es la tía que ya regresó”, se dijo y
volvió a dormir.
A la mañana siguiente se levantaron temprano, como
siempre, estaban tomando desayuno cuando escucharon el repicar de las campanas
de la iglesia. Una, dos, tres, cuatro campanadas. “Alguien ha muerto - dijo
la tía-. Es una mujer”. En ese entonces, era costumbre en el
pueblo que el sacristán anunciara las noticias a través de campanadas. Misa
eran siete, matrimonio seis, bautizo cinco, cuatro si había fallecido una
mujer, tres si era hombre y dos, si el finadito era un niño.
En esta oportunidad fueron cuatro campanadas,
no cabía duda, había pasado a mejor vida una mujer. “¿Quién habrá sido?”,
preguntó la tía, “¿tú también has escuchado, no mi hijo?, no sabía que
alguien estuviera enferma. De repente es la Gertrudis que estaba a punto de
parir. Virgen María, protégela, y se hizo la señal de la cruz.
Cuando salimos, yo rumbo a la escuela, y mi
tía al mercado, nos encontraron con don Gaspar, el vecino que hacía manjar
blanco, quien nos contó que la finada era doña Juanita, la esposa del
boticario. La tía palideció como si se iba a desmayar. Don
Gaspar y yo nos asustamos. Ambos la tomamos de los brazos. “No puede ser,
dijo mi tía, si anoche me encontré con ella. Cerquita a mi taller, la
saludé, pero ella llevaba prisa porque no me dijo nada, ¿a qué hora murió?”
- “Como a las ocho de la noche,
dicen en su casa que le dio una hinchazón en el estómago y que dejó de
respirar.
Mi tía no lo podía creer, pues justo a esa misma
hora se había cruzado con la difunta. Me agarró de la mano y me llevó a la
iglesia a rezar, por el alma de doña Juanita y también por la nuestra.
Dijo mi abuelo que esa mañana rezó no sabía cuántos
padrenuestros y avemarías, pidiéndole a Diosito no tener en su vida, este tipo
de encuentros.
Las ganas de seguir comiendo blanquillos esa tarde
se me habían ido. Comenzaba a ver fantasmas entre los árboles, detrás de
la camioneta y los seguí viendo en la casa de los abuelos, en el primer
piso, en el segundo, en la salita donde estaba la mesa de ping pong, en el sillón
donde solía hacer la siesta el abuelo y pobre del que lo
despertara, debajo de las escaleras, en la cocina, en el baño, donde
estaban las jaulas de los pájaros... Como siempre, atento a mis miedos,
una vez más vino en mi auxilio e hizo una de sus magias… sacó un chocolate de
su saco, le quitó la envoltura y me dijo algo que aún recuerdo:
“Uno ve, lo que quiere ver. Escucha lo que quiere
escuchar”, a ello
mi abuela, que había permanecido como distante, agregó: “Siempre lo
supe, nadie le gana en inventar historias”.
Esas vacaciones, como muchas otras, fueron
inolvidables. De regreso a Huancayo, en el bus, al terminar de leer el
libro de García Márquez, dibujé en la última hoja en blanco a mi abuelo, en
medio de un río, con sus enormes botas y su caña de pescar. (Lita)
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