jueves, 17 de enero de 2013

PAPI BENJA Y LOS FANTASMAS



Son grandes los recuerdos que atesoro de papi Benjamín. Un ser entrañable, amoroso, muy tierno, a pesar de la cara que hacía de molesto, buen hombre, digno de la pluma de Gabriel García Márquez.  De pequeña  lo pensé y hoy creo lo mismo. El debió estar ahí, junto a José Arcadio Buendía, Aureliano, Remedios, Úrsula... Su personalidad fuerte, llena de singulares matices, bien podía combinar con estos personajes.

“Cien Años de Soledad”, me es un libro muy querido. Me remite a una etapa importante de mi vida.  La circunstancia y la forma en cómo lo leí va unida a una historia relacionada con mi abuelo, con esa manera tan suya de contar las cosas.  Tendría ocho años y como en otras vacaciones, viajé a Tarma a pasar unos días con mis tíos y abuelitos. Era el premio esperado por largas horas de estudio y haber sobresalido, en el colegio, con mis buenas notas.

Mi madre, quien nos motivó a leer y jugar ajedrez desde que tengo uso de razón, puso en mis manos,  como solía hacerlo, un buen libro para hacer menos largas las horas en el bus. Iba acompañada de una de mis tías, tal vez Betty o Elfy, no recuerdo bien. 

Desde que salimos de Huancayo, mientras el ómnibus de la empresa Hidalgo se deslizaba por la carretera conocida como Lomo Largo, comencé a devorar esta novela. No paré de leer, ni siquiera cuando las sombras de la noche aparecieron, hasta llegar a la mitad. “Lili, te vas a malograr la vista, me dijo mi tía. Deja el resto para cuando regresemos”. Así lo hice, ya no más García Márquez, ni siquiera en la semana de vacaciones. En lugar de eso, tendría a mi abuelo, que me sorprendía con sus historias, con esos gestos de ternura que hasta hoy me emocionan.

Cómo olvidar que era él quien me salvaba y se comía el hígado servido en mi plato al  menor descuido de mi abuela. Por eso, cuando enfermaba no me importaba pararme de cabeza para hacerlo sonreír. El tocaba el timbre de su dormitorio y yo era la primera en correr para preguntarle qué deseaba. Tampoco me molestaba cuando colgaba mis muñecas o me llamaba paliancito, haciendo alusión a mi manera de reír,  muy despacito, como nos habían enseñado las monjas de mi colegio, que quedaba en el distrito de Palián, en Huancayo.

Papi Benjamín sabía que me gustaban los cuentos,  de vivos o  fantasmas. Cada vez que  podía le pedía que me contara alguno y siempre me complacía. Fue él quien me habló por primera vez de María Marimacha, a la que el muerto  le gritaba, mientras subía por  las escaleras, que  le devolviera su corazón.  También conocía de phistacos, de duendes, gnomos, ogros. El me inculcó a averiguar sobre la vida de personajes sepultados en el cementerio de Tarma,  el más antiguo del Perú, más que el Presbítero Maestro de Lima. “Mira, éste fue un héroe de la Guerra del Pacífico, acompañó en la resistencia a Andrés Avelino Cáceres cuando estuvo por acá”, me decía mientras observábamos un nicho que se caía a pedazos. “Así  los peruanos agradecemos a los que nos defendieron. Vamos a dejarle una flores”.
 
Volviendo a  mi relato, recuerdo que era domingo y habíamos salido en su camioneta roja, aquella a la cual le hizo colocar un techo en la parte de atrás, un sillón y una puerta que instalaba sólo en carnavales, para proporcionarnos un refugio y evitar que nos mojaran. En esas temporadas hasta llevábamos en el carro un cilindro con cañito que él mismo hizo para poder inflar los globos.

Como era habitual, el paseo nos llevó por los alrededores de Tarma, camino a Acombamba. Llegamos hasta la huerta de una señora a la que compraba duraznos. Era un lugar hermoso, lleno de flores, eucaliptos, árboles de nísperos, guindas, pochouvas (sauco), con  las que mi abuela hacía mermelada. Cerca se escuchaba el sonido del río y los ladridos de perros sorprendidos por nuestra llegada.  Todos lo esperábamos en el carro, mientras él bajaba, aplaudía fuerte y gritaba: “Deo gratias”. Entonces yo pensaba que así se llamaba la dueña de la chacra, ya con los años comprendí que, con ese saludo, daba  gracias a Dios.

Esa tarde, mientras comía los blanquillos que el mismo papi Benjamín limpiaba con cuidado, quitándoles la pelusita y luego pelándolos con una cuchilla que cargaba, comenzó a contarme esta historia que me sigue acompañando, repetida  a sobrinos, primos y a mis hijos.

“Yo sería un poquito mayor que tú. Tal vez dos años más. Es algo que le sucedió a una tía,  pasó muy cerca a donde estamos”, comenzó Papi Benja, mientras yo lo observaba ansiosa, sin perderme ningún detalle. El sabía cómo interesarme, en qué momento subir la voz, hablar susurrante o hacer un gesto brusco para despertar mi atención. Era una cierta complicidad la nuestra, porque a Mami Chabuca, mi abuela,  no le hacían gracia sus narraciones de fantasmas. “Vas a asustarla, Nelo, después no va a poder dormir”.

Fue tanta mi insistencia, que mi abuelo comenzó por referirme lo siguiente: “Sucedió una noche,  cuando la población se preparaba para descansar. Yo no podía conciliar el sueño, pues mi  tía, con quien vivía, y  era costurera, había olvidado una falda en su taller a la cual debía subir la vasta y salió para traerla a casa”
- ¿No tenías miedo de quedarte solito?, le repliqué.
- No, porque el  pueblo era tranquilo. Hay que tenerle miedo a los vivos, no a los fantasmas. Igual como ocurre contigo, a mí también me gustaron siempre  las historias de misterio. 

Contó mi abuelo que pasaron como veinte minutos y nada, no regresaba la tía, por lo que se dio vuelta en la cama, se abrigó bien y se quedó dormido, mirando figuritas en la pared. Se despertó apenas cuando sintió la llave en la puerta. “Es la tía que ya regresó”, se dijo y volvió a dormir.

A la mañana siguiente se levantaron temprano, como siempre, estaban tomando desayuno cuando escucharon el repicar de las campanas de la iglesia. Una, dos, tres, cuatro campanadas. “Alguien ha muerto - dijo la tía-. Es una mujer”. En ese entonces,  era costumbre en el pueblo que el sacristán anunciara las noticias a través de campanadas. Misa eran siete, matrimonio seis, bautizo cinco, cuatro si había fallecido una mujer, tres si era hombre y dos, si el finadito era un niño.

En esta oportunidad fueron cuatro campanadas, no cabía duda, había pasado a mejor vida una mujer. “¿Quién habrá sido?”, preguntó la tía, “¿tú también has escuchado, no mi hijo?, no sabía que alguien estuviera enferma. De repente es la Gertrudis que estaba a punto de parir. Virgen María, protégela, y se hizo la señal de la cruz.

Cuando salimos, yo rumbo a la escuela,  y mi tía al mercado, nos encontraron con don Gaspar, el vecino que hacía manjar blanco, quien nos contó que la finada era doña Juanita, la esposa del boticario. La tía palideció como si se iba a desmayar. Don Gaspar y yo nos asustamos. Ambos la tomamos de los brazos. “No puede ser, dijo mi tía, si anoche me encontré con ella. Cerquita a mi taller, la saludé, pero ella llevaba prisa porque no me dijo nada, ¿a qué hora murió?”
-         “Como a las ocho de la noche, dicen en su casa que le dio una hinchazón en el estómago y que dejó de respirar.

Mi tía no lo podía creer, pues justo a esa misma hora se había cruzado con la difunta. Me agarró de la mano y me llevó a la iglesia a rezar, por el alma de doña Juanita y también por la nuestra. 

Dijo mi abuelo que esa mañana rezó no sabía cuántos padrenuestros y avemarías, pidiéndole a Diosito no tener en su vida, este tipo de encuentros.

Las ganas de seguir comiendo blanquillos esa tarde se me habían ido. Comenzaba a ver fantasmas  entre los árboles, detrás de la camioneta y los seguí viendo en la casa de los abuelos, en el  primer piso, en el segundo, en la salita donde estaba la mesa de ping pong, en el sillón donde solía hacer la siesta el  abuelo y pobre del que lo despertara,  debajo de las escaleras, en la cocina, en el baño, donde estaban las jaulas de los pájaros... Como siempre, atento a mis miedos,  una vez más vino en mi auxilio e hizo una de sus magias… sacó un chocolate de su saco, le quitó la envoltura y me dijo algo que aún recuerdo:

“Uno ve, lo que quiere ver. Escucha lo que quiere escuchar”, a ello mi abuela, que había permanecido como distante,  agregó: “Siempre lo supe, nadie le gana en inventar historias”.

Esas vacaciones, como muchas otras, fueron inolvidables.  De regreso a Huancayo, en el bus, al terminar de leer el libro de García Márquez, dibujé en la última hoja en blanco a mi abuelo, en medio de un río,  con sus  enormes botas y su caña de pescar. (Lita)

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